miércoles, 13 de agosto de 2008

ANGELES EN EL TECHO

Autor: Rodrigo Motas Tamayo

-¿Cómo será el recibimiento?-se dice mentalmente y juega con las imágenes.

La llegada a la casa es fenomenal y por todo lo alto. Armando se baja del carro y corre a abrazar a sus padres. La familia entera se aglomera en la acera como una fotografía.
-¡Pero que gordo estás, mi hijito!- exclama la madre escondiéndolo entre los brazos, mientras el padre, dos pasos atrás, espera su turno con una sonrisa abriéndole el rostro.
-Madrecita, madrecita... al fin vuelvo a verlos. Cuánto los he extrañado.- En los ojos de Armando se asoman dos perlas húmedas que se quedan en la palma de la mano. Sobreponiéndose al gesto, mira hacia el hombre viejo y se estrecha en su pecho.
-Padre... como recuerdo sus consejos, no puedo dejar de pensar en usted, carajo- Joaquín recibe al hijo con un fuerte apretón, sin decir nada.
Tías, hermanas, amigos y vecinos dan la bienvenida al recién llegado. Todos los ojos están fijos en la gruesa cadena de oro, que desde el cuello oscila al compás de los movimientos del muchacho.
-Pero... mírate, si has crecido y todo... ahora si eres un real hombrecito. Armando sigue el sonido de las palabras y al girar el rostro la ve junto a la columna del portal. Está igualita a la que dejó cuando él se fue, como si los años nunca pasaran por ella y eso que, cuando se marchó, ella le duplicaba sus veinte.
Camina hacia la mujer que, con los brazos abiertos y una pícara sonrisa, lo atrapa sin reparos contra su cuerpo.
-Eslinda, cará... todavía sigues bella- atina a decir y los ojos le brillan.
-No como antes, pero ... ya vez que todavía mantengo algo- la mujer sin remilgos se lleva el pelo hacia atrás en involuntario gesto, como si quisiera exhibir lo que la ropa guarda.
Armando cierra los ojos y disfruta de nuevo de la esbeltez de aquel cuerpo, el desafío de unos senos medianos y la tersedad de una piel que se contrae al roce de los dedos, principalmente si la búsqueda se entretiene en la porción de las caderas.
-Dale mi macho, dale..sigue..sigue... –las palabras le retumban en los oídos, envolviéndolo en un éxtasis interminable. Se ve jinete sobre la soledad del cuarto, testigo silencioso por la ventana entreabierta del desfallecer del sol en la lejanía del mar, esa inmensidad azul que siempre le atrajo desde niño.
-No pares... no pares...sigue, sigue coño..-
Las palabras llenan los oídos y se resbalan. Se miran con ojos de la costumbre. Es la rutina del sexo lo que los une. Ella piensa en los verdes que pagan su osadía. Él, vivir un recuerdo.
Armando se siente mástil de la aurora. Ella vórtice y ama de las posiciones. Se cobijan en el desespero.
-Vírate...vamos vírate rápido que estoy llegando ya...
Eslinda es maestra de los años ya vividos ante el explotar metafórico de quien huye de los sueños. Quedan aletargados como figuras fantasmóricas en el ocaso.
La mujer mira al joven inerte en la cama y sabe que la victoria le sonríe. En los últimos diez años ha sabido sobrevivir con el grito de su entrepiernas, ganándole a los hombres el sustento de los días. Siempre hubo una primera vez.
-Tengo que dejarte, Armando... yo no puedo seguir así... sabes que tengo que mantener a mis muchachos. Un hilo plateado rueda por la mejilla de la mujer. Sabe que Armando ni estudia ni trabaja. Ernesto es más práctico y puede darle lo necesario. ¿Por qué entonces fijarse en los años que le lleva?. Esa es la vida. Siempre ha existido un Dios de las casas, los árboles y lo impredecible.
Armando la ve alejarse y un nudo se le incrusta en la garganta. ¿Cómo retener esa hembra? ¿Cómo? . Ni una idea le viene a la mente. Enciende un cigarro y se asoma a la ventana. La brisa húmeda sube del mar y le abofetea el rostro. Armando se queda en blanco, solo en sus pupilas se dibujan las verdes aguas que tanto le atraen.
-Así es el mundo, acá no querías trabajar...- es la voz del padre con sus regaños de siempre. Claro si tenías el plato de comida en la mesa. Pero ahora si tienes que trabajar para poder ostentar esos colgajos y mantener mujerzuelas. Yo me pasé la vida trabajando en el central, carijo, para que ustedes tuvieran lo mínimo.
-Sí, pero no teníamos nada- se mofa Armando, y sopesa bien las palabras antes de lanzarlas. Sin embargo con lo que les he enviado, mira la casa, no se parece a la de antes.
-Eso mismito digo yo, ya no se parece a la de antes, pero tampoco es mejor... ni nos ha cambiado a nosotros –responde Joaquín mientras la vista busca los ojos del muchacho-. También sabrás que todo ese dinero no ha servido para curar a tu madre.
-Bueno, -riposta Armando - si ustedes se hubiesen ido conmigo ... tal vez allá encontraría la cura.
-Dos viejos en altamar, sin rumbo y a lo que salga... eso no era lógico para nuestra edad.; ni pensarlo siquiera. Y además, sabes que yo aquí muero. Muy bien que tú acá podías haber trabajado o estudiado y contribuir a mitigar su enfermedad ...
Armando desvía la vista hacia el patio de la casa. Por entre los árboles vislumbra la chimenea del central, desnuda, solitaria y muda, cual vejestorio en el olvido.

Todo da vueltas en su cabeza. La inmensidad azul que siempre lo atrajo le resulta ahora más inmensa que nunca. Ya no siente el cuerpo siquiera, lleva horas en que dejó de sentir, primero las piernas, luego los brazos; solo las ideas comienzan a agolparse en su mente, como instantáneas. Padre, madre, tías, hermanas, amigos y vecinos se desdibujan de su pensamiento aunque trata de asirse a ellos con la poca fuerza que le queda. Inerte, se deja arrastrar por la quietud y las olas. Una aleta sobresale del agua, dándole vueltas desde hace algún rato.

-¿Cómo será el recibimiento?- se dice mentalmente y las imágenes saltan como ángeles en el techo.

martes, 12 de agosto de 2008

Líbranos de todo lo malo, señor

Género cuento
Autor: Rodrigo Motas Tamayo

Grazna una lechuza entre los árboles. Más allá de los cincuenta pasos no se ve nada. Genaro camina como quien lleva el espanto detrás de él.
-Vete a casa de Eulalia... pídele que haga algo por mi pequeña,- ha dicho la vieja con el rostro cruzado por las lágrimas.
Cruza el arrollo, la frialdad de la noche le golpea los brazos y la cara. Una mancha oscura le sigue por encima de los árboles. El presentimiento le golpea el pecho. Mira hacia todos los lados, y se presigna.
-Avemaría purísima, carijo... -masculla entre dientes y lanza un escupitajo al yerbazal. Sabe que falta poco para llegar a la casa de la espiritista.
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-Ves madre... ves, madre, vez esa luz que me llama... ¡Ay! que lindo es todo- la muchacha se levanta en la cama, los ojos cerrados y extendidas las manos, en busca de algo.
Un escalofrío le sube por las piernas hasta incrustarse en la espalda. Comienza a sudar, Eustacia sabe que en el cuarto hay más de dos personas.
La espiritista se presigna desde que entra al portal de la casa. Masculla algunas frases ininteligibles para Genaro y empuja con fuerza la puerta.
-Líbranos de todo lo malo, señor todopoderoso... líbranos de todo lo malo.
Una sombra inmensa les da de frente, tumbándoles en el piso, salta y se pierde en la oscuridad del camino.
-Qué fue eso, pregunta Genero, aún con los ojos fuera de las orbitas.
-Es ella que vino a buscarla... pero vamos, vamos pronto para el cuarto que todavía se podrá hacer algo... vamos.
La vela sobre el taburete llora cera derretida con apenas un soplo de luz. Eustacia yace sobre el cuerpo rígido de la hija.
Grazna una lechuza y se aleja en rápido vuelo. En el fondo del patio, una silueta juvenil, vestida de blanco y un halo de luz púrpura a su alrededor ríe con la ingenuidad de sus doce años. Salta por encima de los árboles y se pierde en la oscuridad de la noche.




lunes, 11 de agosto de 2008

CAMINO DE DIOSES

Autor: Rodrigo Motas Tamayo

-Usted está en dos mundos, muchacho- el negro viejo da vueltas a su alrededor. El sonido de la garganta es un resoplar de animales ancestrales. Ininteligible. Los ojos cerrados, sudoroso de cuerpo, mueve desordenadamente los brazos y sacude el manojo de albahaca una y otra vez sobre el rostro del joven.
Nadie en el recinto emite palabra alguna. Todos los ojos están fijos en el ritual. El muchacho, de pie, se mantiene mudo y la palidez le cubre el rostro. Un retumbar de sonidos ancestrales salen de su pecho como ritual de hombres primitivos.
El santero encorva el cuerpo hasta casi rozar el piso con las manos y se levanta rápido, llevando los brazos por encima de la cabeza, con el pie derecho zapatea el suelo.
-Los santos dicen que vives dos vidas- la voz sale ronca y destemplada. El manojo de albahaca se deshoja con cada sacudida.- iacará.... -un estremecimiento del cuerpo y el viejo se desploma cuan largo es; mientras, la música de los tambores mantiene atrapados a los presentes.
El silencio se incrusta por las cuatro paredes y se aloja en los rostros, la sala parece estar desierta y la luz mortecina de la farola dibuja espectros saltarines en el cuarto, cuyas figuras danzan febrilmente en las sombras.
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El cielo se abre estrellado, Armando pierde la vista en lo infinito de la noche, bocarriba, acostado en la placa de su casa. Allá en lo alto, un camino de pequeñas luces tiene la invitación impresa en el parpadear de los astros. Se siente extraño de improviso. Poco a poco los ojos se van cerrando, una sensación de la nada se apodera del cuerpo, hundiéndose en un abismo. Hace un esfuerzo y lleva los párpados hacia arriba. El paisaje se presenta delante, inmenso y sugestivo. Se ve de pie sobre una ondulación. El retumbar de los tambores se escucha distante, traído por la brisa. A su alrededor la sabana refulge con su amarillo oro movido por el viento.
La larga vara en la mano le da la seguridad de que toda aquella extensión de tierra, animales y árboles es suya. Sabe que los ancestros así lo han escrito por decisión de aquellos que vinieron de arriba. El verde oscuro de la floresta, allá en el horizonte, se diluye con la majestuosidad de las puntas de las pirámides y las gigantescas figuras de piedras.
Una mano invisible le mueve el pelo. Los tambores han dejado de sonar y un silencio tétrico viaja por la pradera. Olfatea el aire con fuerza. Olores conocidos y temidos llenan sus fosas nasales. Presiente el peligro. No siente miedo, pero el cuerpo palpita por la excitación del encuentro. Ha sido determinación suya ir solo al llamado del más allá, aun cuando los guerreros de la tribu suplicaron acompañarlo. No podían quedarse desamparados con la partida del hechicero. Vence la autoridad.
El olor a depredador se hace más intenso. Aguza el oído, ni un ruido siquiera. La hierba alta esconde todo, mientras baila suavemente al compás del viento. Sabe que el enfrentamiento es inevitable. Así está en la escritura de los Dioses. El destino siempre será inevitable para quienes viven dos veces.
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Rezongando, el hombre viejo se levanta del suelo:
-El peligro siempre acecha, muchacho...- y con voz ronca sentencia- es parte de tu miedo. Lo mira a los ojos firmemente. El joven ve en sus pupilas la inmensidad de una pradera desconocida; comienza a sudar mientras el cuerpo tiembla como hoja suelta de árbol. Vira los ojos, emite un profundo suspiro y se desploma sin sentido. Resuena los tambores con mayor fuerza.
-Paz y libertad para esta criatura- grita el negro dando vueltas alrededor del cuerpo caído.- Déjale la vida.
-Y ahora qué pasa?- exclama desde el rincón la madre, sin atreverse a traspasar el ritual del negro.
-Levántate, levántate- ordena el santero y sus labios se abren para dejar escapar palabras incomprensibles, mientras sus manos agitan desesperadamente una jícara llena de huesos de animales sagrados. La voz retumba atronadora dentro de la habitación, repicando entre las paredes.
-Levántate, te ordeno que te levantes. Los tambores se callan de golpe. El negro agita los brazos por sobre la cabeza y se queda erguido, con los ojos semicerrados.
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Pudo verlo por fracciones de segundos. Sale cual bólido de entre las hierbas, majestuoso y potente. Justo a tiempo, se aparta de la trayectoria del animal, que errado el blanco cae varios metros más allá. Ahora están de frente. El León lanza un potente rugido y arremete de nuevo. Su vista está fija en la víctima.
Para el zarpazo con la vara pero no puede esquivar la melenuda cabeza del animal. Siente los fuertes colmillos incrustarse en el hombro. El peso de la fiera lo tumba de espaldas.
Con ambas manos se aferra a la cabeza del León y aprieta con todas sus fuerzas. El abrazo se hace mortal para los dos. El hombre sabe que la vida se esconde en esos brazos, convertidos en tenazas. Innumerables veces lo comprobó en otros encuentros con la fiera. Solo que ahora, sabe también que llevan el cansancio de los años.
Los minutos pasan raudos y ambos luchan por la vida. La tenaza alrededor del cuello del león comienza a ceder. El hombre pierde mucha sangre por las heridas en el hombro, cada esfuerzo que hace se convierte en un hilo rojo que rueda cuerpo abajo, hasta encharcarse en la tierra.
Las mandíbulas del animal siguen aferradas al hueso y la carne. Siente el aliento del león envolverle los sentidos, el recuerdo de la sabana se dibuja difuso en sus ojos, desvaneciéndose. Se ve transportado entre cuatro pilares, fuertemente sujetado, y ascender por una gigantesca escalera al final de la cual, hombres de colorines y plumas elevan sus brazos a los Dioses.
El retumbar de los tambores se riega con su llamada de muerte. Siente que lo depositan sobre una rojiza meseta, desde donde ve pasar las nubes con una rapidez tremenda. Cegadora. Entre el cielo y su pecho se alza un cuchillo de piedra que comienza a caer vertiginosamente.
Una luz, pequeña e indefensa, se pierde en aquella inmensidad de espacio y tiempo, diluyéndose con el horizonte.
Aún puede escuchar, muy de lejos, el rugido triunfante del León.
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Levántate, levántate- retumba la voz en sus oídos. El muchacho siente el agridulce sabor de la carne cruda en la boca. Saborea con satisfación lo para él desconocido y abre los ojos, delante ve una inmensa y reluciente sabana de la que se siente dueño y señor. Por doquier resplandecen al sol figuras y piedras gigantescas, apuntando hacia la inmensidad del cielo.

El hechicero se encorva hasta tocar la tierra con el rostro. Hombres semidesnudos bailan frenéticos alrededor del fuego, impulsados por el ritmo de tambores que suenan a cataratas.
-Ay, mi hijito ...- grita con desespero la madre, arrodillada al lado del cuerpo inerte. - Vuelve, hijito, vuelve ... por Dios.
Un relámpago zizaguea por las nubes y el trueno resuena potente en la pradera. Un gigantesco pino cae al suelo envuelto en humo y llamas, fulminado por el corrientazo. Lenguas rojizas se asoman voraces por entre el verdeoscuro de los árboles. Los animales corren despavoridos, chocan unos con otros. Primero un murmullo, luego con su característico bramar de cueros, los tambores se escuchan desde todas partes en la sabana.
Armando toma la larga vara y se levanta, junto a él un león da cortos pasos de sumisión. El pecho se agita y crece. En la lejanía, donde las cosas se ven difusas por la distancia, brilla el pico de una pirámide entre los soberbios rascacielos. Hombre y León-León y hombre enrumban sus pasos hacia el horizonte, por el camino de los Dioses.

viernes, 8 de agosto de 2008

Te quise sin que lo sepas

Autor: Rodrtigo Motas Tamayo
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Se que te quise sin que lo sepas
Y aun sin saberlo te sigo queriendo.
Lastima que los cristales en tus ojos,
la pared del baño o los espejos del
auto,
el armario
o el techo de la casa alquilada
huelan ya a olvido,

No te busco,
ni menciono.
para que darle gusto al corazón,
prenda prehistórica de los 80
vertida en el desalojo de tus días.
Dónde buscar el pan de cada día?
Junto al bodeguero?
al merolico?
el visitante es mejor que la nada.
tiene ¨ verdes¨,
color de la metáfora con nombre de choppin

Se que te quise sin que lo sepas
y aun sin saberlo te sigo queriendo,
aunque solo pienses en lo extranjero.

Esparcida

Por Rodrigo Motas Tamayo
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Es una mirada que se esparce por las calles.
Una cintura quebrada en cada esquina.
Voces de la noche enterradas al amanecer
Mujer que se levanta del silencio
Sabanas, piernas,
Falo.

Es una mirada colgada en la taberna
El rincón de un retablo
O el interior de un auto
Con sabor a despedida.

Réquiem para la despedida


Autor: Rodrigo Motas Tamayo
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Una puerta nos separa,
nos hace dos
ante los conjuros.
No importan besos y flores,
el gesto descubre la despedida;
y el hechizo de tu cintura
es solo un recuerdo en el espejo,
polvo de nostalgia atrapado en el lienzo,
fotografía que aún nos une,
de entre tantas,
con alguna parte de nosotros.

Afuera la ciudad duerme sus llantos y alegrías,
nadie sabe si regreso
o si otro cuerpo yace en tu cama.

Una puerta nos separa
no hay opciones para la estampida,
o para reconquistar tu imperio de salitre,
gritos mudos del amanecer,
distantes y sin retorno.

Fisonomía de un retrato

Autor: Rodrigo Motas Tamayo
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Duerme la ciudad como fotografía,
sin hijos en las ventanas,
ni pasos por sus calles.
Cantos de difuntos convergen en los cristales
donde el muro de las alamedas se ahoga en las olas
y la torre del central se desviste con el olvido.

Duerme la ciudad con fragancia de despedida,
falta el bullicio de mujeres y sombreros,
viajeros trasnochados
chismosas viejas de lo cotidiano;
multitud incinerada en las proclamas,
el trabajo
y el desespero.

No hay campanas,
disparos,
risas...
Dos muchachas se besan
hasta la muerte en el silencio de los cocoteros.

El tiempo es solo una instantánea,
mi corazón sangra por estar abierto
mientras la ciudad duerme,
sueño de la desesperanza,
hacia la fisonomía de un retrato.

Utopía de una noche de desamor

Autor Rodrigo Motas Tamayo
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Fantasmales figuras del ocaso
transitan mi utopía.
De pie sobre el horizonte
sacudo el polvo lacerado
de mujeres que me habitan.

Ya no soy yo,
ya no eres tú
falo quebrado en la cintura del tiempo
aladas serpientes de la lujuria,
polvo de la indolencia.

Con ojos de la costumbre
miro desfallecer el sol
ahogándose en el mar
cuando la tarde bosteza
en el vórtice de tu ausencia.

Sueño te veo que huye,
por entre las piernas de la noche
rompiendo relojes
cual cristales suicidas.
Cuerpo endemoniado que se reparte,
se alquila,
o se vende.

EL ESTERO DEL MUERTO

Autor: Rodrigo Motas Tamayo

-Te lo digo de verdad. No me gusta ese chapoteo que nos sigue...
-Vamos compadre, déjese de pendejadas. El Negro escupe sobre el agua y sigue dando remos, mientras fulmina a su compañero con la mirada.
-Oye, no son pendejadas. Mi abuelo nos contó que en esta ensenada hay un cofre enterrado y se escuchan cosas raras.
-Parece mentira, esos son otros pescadores ...
-Que va, yo conozco casi todos los chapoteos de los pescadores que vienen por esta zona. Ramón enmudece, como esperando una contradicción. Hace un mohín y sigue hablando.
-Siempre lo digo, carajo, y nadie me hace caso... Mira a su compañero, no aparta sus ojos de los de él. Te repito, lo que nos sigue es bastante extrañó.
-Ta´ bueno de vaina, compadre. Usted vino a pescar o tiene miedo. El Negro arrugó el ceño. - Coño, chico, desde que entramos al canal no dejas de hablar la misma mierda ... Espere a que aclare.
-Esta bien, esta bien, no me hagas caso... pero recuerda, ese chapoteo es del barco pirata que enterró aquí el cofre. Ramón suelta las palabras como quien no quiere las cosas. Se pone a silbar y mientras entona una canción de Eduardo Saborit, sus brazos martillan con los remos en el agua, impulsando el bote hacia delante.
Sólo el silbido de Ramón y la entrecortada respiración del negro se sobreponen al del susurrar del viento sobre la inmensidad de las aguas. El mar está como espejo, pero a más de cuatro metros la noche cierra sus velos.
El Galeón surca el agua velozmente, la proa enfila hacia la costa. Un hombre extraño permanece de pie junto al timonel. Sus ojos escrutan la cercana orilla. Entre los mangles, divisa la entrada de un río. Señala con el dedo y el timonel enrumba la nave hacia el lugar indicado.
Una voz sentencia desde proa.
-20 brazas, capitán.... 18 brazas... El crujir del barco es interrumpido por un golpe seco.
El capitán levanta la mano derecha. Salidos de la nada, varios hombres corretean por la cubierta. Se oye el chasquido del ancla al entrar de golpe en las aguas, las velas caen de un tirón. El barco se estremece. Es como si una mano lo aguantase en el mismo lugar, permitiéndole balancearse al vaivén de las olas.
-Contramaestre... bajen el bote. Vocifera el capitán.
-Enseguida, monsieur.
Chirridos de sogas y luego un estruendo. El bote se estremece junto al barco.
-Tú...tú... y tú... bajen el cofre. –
Dos fornidos negros levantan el pesado cofre y lo llevan hasta la baranda, le atan una soga y lo bajan hasta la cubierta del bote.
El capitán y los tres hombres bajan y se sitúan junto al misterioso cofre en el fondo del bote, que se aleja al ritmo de los remos, mientras el mastodonte grita órdenes a los dos remeros.
Llegan a la orilla. Bajan. El Capitán mira a su alrededor. Hace una seña al marinero e indica a los negros que tomen el cofre. Se interna con ellos y la pesada carga entre el mangle.
Pasa una hora, luego otra... Dos disparos en la lejanía rompen la quietud del monte. Una bandada de garzas remonta el vuelo hacia las nubes sin mirar hacia atrás siquiera.
Pasan los minutos. El marinero camina de un lado a otro. Sudoroso, por entre las ramas del mangle aparece el capitán. Una sonrisa siniestra le dibuja el rostro. Sube y se sienta. El marino empuja la embarcación, hasta que queda completamente en el agua. Se encarama de un salto, toma los remos y la dirige hacia el barco.
Atrás, tierra adentro, no muy lejos de la orilla, uno de los dos cuerpos de los negros palpita con los últimos estertores, mientras la gran masa de arena lo aprisiona contra el cofre enterrado.

-Coño, cómo ha demorado hoy para aclarar. Estoy loco por que salga el Sol y ver quién ...
-Siga remando y déjese de pensar ... .
-Lo que pasa es que tengo un mal presentimiento..., chico.
-Usted lo que tiene que tener es más verocos, concho, que no se diga...yo no lo conocía por supersticioso -ataja el negro sin dejarle terminar la idea.
-Escucha, escucha...no oyes como unas voces de mando y la respiración entrecortada de varios hombres.
Ramón levanta los remos dejándolos inmóviles en el aire. El Negro hace lo mismo. El golpeteo de unos remos en el agua se hace más fuerte, acercándose, mientras una voz marca el ritmo con precisión. A escasas yardas de donde están, una chalupa pasa veloz, como si remeros no encontraran resistencia en el extenso liquido. Un hombre , de barba revuelta, va sentado en la proa, con los ojos fijos en la oscura floresta de la orilla. Un marino, en popa, mantiene recto el rumbo de la embarcación que se diluye en la bruma marina a medida que avanza.
-Viste, Negro, viste... no me digas que no viste nada ahora...
-Si ví, ví una chalupa que iba rumbo a la orilla y qué ...
-Y no viste los dos negros que remaban y al hombre sentado al frente...al estilo de los piratas.
-Vaya, Ramón, usted si que tiene guanajadas metidas en la cabeza- contesta el Negro esbozando una sonrisa.
-Coño, pero usted si es incrédulo... acabas de ver lo mismo que yo.
-Sí, pero mi imaginación no llega dónde la tuya para inventos de esos, ... ¡piratas ni que ocho cuartos!. Un escupitajo sobre el agua, denuncia que el Negro está de mal humor.
Se miran callados. Ramón sigue remando, mientras escudriña el rostro del compañero. Aunque aparenta estar sereno, un brillo extraño relampaguea en las pupilas del otro, quien trata de disimular las emociones escondiendo la cara entre los hombros, al compás de los remos.
El chapoteo de la embarcación acompañante se pierde en la distancia. Pasan los minutos. Se acercan cada vez más al estero del muerto, y a medida que el bote avanza, el Negro comienza a sudar. Ramón cree adivinar lo que pasa por la mente del compañero, y sonríe feliz. Al fin le creen...

El detonar de dos disparos rompe la quietud de la noche, distantes, extraños. El revoleteo de una bandada de garzas surca el oscuro cielo, en precipitada huida.
Ramón y el Negro quedan petrificados en los banquillos, tensos los músculos, remos al aire; sólo atinan a seguir con la vista las siluetas de las aves como fantasmas penetrando en la oscuridad.
-Pal´ carajo, te lo dije Negro... algo está pasando aquí.
El chapoteo de un bote se hace cada vez más intenso. Se quedan quietos, silenciosos, casi sin respirar. A escasos metros de ellos, la chalupa con los siniestros tripulantes pasa rauda, incrustándose en la bruma hasta desaparecer. Minutos después, una luz mortecina se vislumbra a pocas yardas, mientras ven con ojos atónicos izar velas a un Galeón que, sacándole llanto a las olas, se pierde en la noche.

LUZ A MIS OJOS

Dedicado a Estela Rojas Díaz, de Cienfuegos
Género Cuento para niños
Autor Rodrigo Motas Tamayo (seudónimo:Cemo)

-¿Escuchan como crujen?. Son fabulosos. Para mi es como comerme un caramelo de menta. No, no me tilden de loco, cada uno de nosotros cometemos locuras alguna vez en la vida, ¿verdad?. Esperen, un momento...
-Allá va otro, se aleja bastante pero no podrá escapar de mí. Allá voy yo también... Solo tengo que lanzarme y lo atrapo de un tirón. ¡Zas!, ya es mío. Ven, primero le canto una canción para dormirlo, ...y ...ummmh, este tiene mejor sabor que el otro.
-Que por qué hago esto? No, no es travesura ni malcriadeces de niño sobreprotegido. Cierto que abuela siempre está al tanto de mí. Bueno, las mujeres son así. Sin embargo, reconozco que abuelo si sabe comprenderme, como me comprenderán ustedes también.
Todo comenzó hace una semana. El viejo Francisco, que se dice mayor que la Ceiba del patio y según abuelo es mucho decir, me inculcó la idea aunque él no lo sabe.
Una noche cualquiera, no recuerdo cuando pero sí lo que me dijo, Francisco me contó la leyenda del niño y las luciérnagas y un ritual para sus ojos. Esperen, ... ese grandote no puedo dejarlo pasar por alto. Ah, que cómo se del tamaño... pura intuición o más bien escucho que hace mucho ruido al volar, por lo tanto concluyo que debe ser grandote. Fácil, verdad?
Por dónde iba. Discúlpenme es que estoy tan metido en mi tarea que perdí el hilo de lo que les contaba.
-Joaquincitoooo...muchacho, acaba de venir para acá-
-Enseguida voy, abuela- discúlpenme otras vez pero tenía que contestarle. No se preocupen, ella me estará llamando tres o cuatro veces más, pero yo voy solo cuando termino. Mientras, abuelo la ataja de vez en cuando.
-Déjalo jugar, mujer.
Se los dije. Ese es abuelo.
-Pero es que se puede golpear por allá atrás solo y más en sus condiciones.
-Él tiene que aprender a valerse. Así que déjalo tranquilo.
Quiero confesarles que desde que oí la historia de Francisco he cambiado muchísimo. Cada anochecer espero que canten los grillos, salgo al patio, dejó el bastón en el suelo y me elevo por encima de las copas de los árboles. Mis brazos no se extienden como aspas de molinos girando en la nada, No, no que va... son dos fuertes alas que revoletean a mi costado y junto a mis piernas me impulsan con destreza para perseguirlos, solo tengo que aguzar el oído y se por donde van.
Al dirigirme hacia ellos, abro la boca y ¡Zas! me llenan de sus cosquilleos al atraparlos. Ahí comienza el ritual. Como un retumbar de tambores, emociones nuevas me suben desde el pecho, pueda que sea vergüenza por quitarles la vida, pero la leyenda dice que al comerme cien cocuyos en igual número de días podré darle luz a mis ojos.