viernes, 8 de agosto de 2008

EL ESTERO DEL MUERTO

Autor: Rodrigo Motas Tamayo

-Te lo digo de verdad. No me gusta ese chapoteo que nos sigue...
-Vamos compadre, déjese de pendejadas. El Negro escupe sobre el agua y sigue dando remos, mientras fulmina a su compañero con la mirada.
-Oye, no son pendejadas. Mi abuelo nos contó que en esta ensenada hay un cofre enterrado y se escuchan cosas raras.
-Parece mentira, esos son otros pescadores ...
-Que va, yo conozco casi todos los chapoteos de los pescadores que vienen por esta zona. Ramón enmudece, como esperando una contradicción. Hace un mohín y sigue hablando.
-Siempre lo digo, carajo, y nadie me hace caso... Mira a su compañero, no aparta sus ojos de los de él. Te repito, lo que nos sigue es bastante extrañó.
-Ta´ bueno de vaina, compadre. Usted vino a pescar o tiene miedo. El Negro arrugó el ceño. - Coño, chico, desde que entramos al canal no dejas de hablar la misma mierda ... Espere a que aclare.
-Esta bien, esta bien, no me hagas caso... pero recuerda, ese chapoteo es del barco pirata que enterró aquí el cofre. Ramón suelta las palabras como quien no quiere las cosas. Se pone a silbar y mientras entona una canción de Eduardo Saborit, sus brazos martillan con los remos en el agua, impulsando el bote hacia delante.
Sólo el silbido de Ramón y la entrecortada respiración del negro se sobreponen al del susurrar del viento sobre la inmensidad de las aguas. El mar está como espejo, pero a más de cuatro metros la noche cierra sus velos.
El Galeón surca el agua velozmente, la proa enfila hacia la costa. Un hombre extraño permanece de pie junto al timonel. Sus ojos escrutan la cercana orilla. Entre los mangles, divisa la entrada de un río. Señala con el dedo y el timonel enrumba la nave hacia el lugar indicado.
Una voz sentencia desde proa.
-20 brazas, capitán.... 18 brazas... El crujir del barco es interrumpido por un golpe seco.
El capitán levanta la mano derecha. Salidos de la nada, varios hombres corretean por la cubierta. Se oye el chasquido del ancla al entrar de golpe en las aguas, las velas caen de un tirón. El barco se estremece. Es como si una mano lo aguantase en el mismo lugar, permitiéndole balancearse al vaivén de las olas.
-Contramaestre... bajen el bote. Vocifera el capitán.
-Enseguida, monsieur.
Chirridos de sogas y luego un estruendo. El bote se estremece junto al barco.
-Tú...tú... y tú... bajen el cofre. –
Dos fornidos negros levantan el pesado cofre y lo llevan hasta la baranda, le atan una soga y lo bajan hasta la cubierta del bote.
El capitán y los tres hombres bajan y se sitúan junto al misterioso cofre en el fondo del bote, que se aleja al ritmo de los remos, mientras el mastodonte grita órdenes a los dos remeros.
Llegan a la orilla. Bajan. El Capitán mira a su alrededor. Hace una seña al marinero e indica a los negros que tomen el cofre. Se interna con ellos y la pesada carga entre el mangle.
Pasa una hora, luego otra... Dos disparos en la lejanía rompen la quietud del monte. Una bandada de garzas remonta el vuelo hacia las nubes sin mirar hacia atrás siquiera.
Pasan los minutos. El marinero camina de un lado a otro. Sudoroso, por entre las ramas del mangle aparece el capitán. Una sonrisa siniestra le dibuja el rostro. Sube y se sienta. El marino empuja la embarcación, hasta que queda completamente en el agua. Se encarama de un salto, toma los remos y la dirige hacia el barco.
Atrás, tierra adentro, no muy lejos de la orilla, uno de los dos cuerpos de los negros palpita con los últimos estertores, mientras la gran masa de arena lo aprisiona contra el cofre enterrado.

-Coño, cómo ha demorado hoy para aclarar. Estoy loco por que salga el Sol y ver quién ...
-Siga remando y déjese de pensar ... .
-Lo que pasa es que tengo un mal presentimiento..., chico.
-Usted lo que tiene que tener es más verocos, concho, que no se diga...yo no lo conocía por supersticioso -ataja el negro sin dejarle terminar la idea.
-Escucha, escucha...no oyes como unas voces de mando y la respiración entrecortada de varios hombres.
Ramón levanta los remos dejándolos inmóviles en el aire. El Negro hace lo mismo. El golpeteo de unos remos en el agua se hace más fuerte, acercándose, mientras una voz marca el ritmo con precisión. A escasas yardas de donde están, una chalupa pasa veloz, como si remeros no encontraran resistencia en el extenso liquido. Un hombre , de barba revuelta, va sentado en la proa, con los ojos fijos en la oscura floresta de la orilla. Un marino, en popa, mantiene recto el rumbo de la embarcación que se diluye en la bruma marina a medida que avanza.
-Viste, Negro, viste... no me digas que no viste nada ahora...
-Si ví, ví una chalupa que iba rumbo a la orilla y qué ...
-Y no viste los dos negros que remaban y al hombre sentado al frente...al estilo de los piratas.
-Vaya, Ramón, usted si que tiene guanajadas metidas en la cabeza- contesta el Negro esbozando una sonrisa.
-Coño, pero usted si es incrédulo... acabas de ver lo mismo que yo.
-Sí, pero mi imaginación no llega dónde la tuya para inventos de esos, ... ¡piratas ni que ocho cuartos!. Un escupitajo sobre el agua, denuncia que el Negro está de mal humor.
Se miran callados. Ramón sigue remando, mientras escudriña el rostro del compañero. Aunque aparenta estar sereno, un brillo extraño relampaguea en las pupilas del otro, quien trata de disimular las emociones escondiendo la cara entre los hombros, al compás de los remos.
El chapoteo de la embarcación acompañante se pierde en la distancia. Pasan los minutos. Se acercan cada vez más al estero del muerto, y a medida que el bote avanza, el Negro comienza a sudar. Ramón cree adivinar lo que pasa por la mente del compañero, y sonríe feliz. Al fin le creen...

El detonar de dos disparos rompe la quietud de la noche, distantes, extraños. El revoleteo de una bandada de garzas surca el oscuro cielo, en precipitada huida.
Ramón y el Negro quedan petrificados en los banquillos, tensos los músculos, remos al aire; sólo atinan a seguir con la vista las siluetas de las aves como fantasmas penetrando en la oscuridad.
-Pal´ carajo, te lo dije Negro... algo está pasando aquí.
El chapoteo de un bote se hace cada vez más intenso. Se quedan quietos, silenciosos, casi sin respirar. A escasos metros de ellos, la chalupa con los siniestros tripulantes pasa rauda, incrustándose en la bruma hasta desaparecer. Minutos después, una luz mortecina se vislumbra a pocas yardas, mientras ven con ojos atónicos izar velas a un Galeón que, sacándole llanto a las olas, se pierde en la noche.

1 comentario:

Unknown dijo...

me gusta este cuento