miércoles, 13 de agosto de 2008

ANGELES EN EL TECHO

Autor: Rodrigo Motas Tamayo

-¿Cómo será el recibimiento?-se dice mentalmente y juega con las imágenes.

La llegada a la casa es fenomenal y por todo lo alto. Armando se baja del carro y corre a abrazar a sus padres. La familia entera se aglomera en la acera como una fotografía.
-¡Pero que gordo estás, mi hijito!- exclama la madre escondiéndolo entre los brazos, mientras el padre, dos pasos atrás, espera su turno con una sonrisa abriéndole el rostro.
-Madrecita, madrecita... al fin vuelvo a verlos. Cuánto los he extrañado.- En los ojos de Armando se asoman dos perlas húmedas que se quedan en la palma de la mano. Sobreponiéndose al gesto, mira hacia el hombre viejo y se estrecha en su pecho.
-Padre... como recuerdo sus consejos, no puedo dejar de pensar en usted, carajo- Joaquín recibe al hijo con un fuerte apretón, sin decir nada.
Tías, hermanas, amigos y vecinos dan la bienvenida al recién llegado. Todos los ojos están fijos en la gruesa cadena de oro, que desde el cuello oscila al compás de los movimientos del muchacho.
-Pero... mírate, si has crecido y todo... ahora si eres un real hombrecito. Armando sigue el sonido de las palabras y al girar el rostro la ve junto a la columna del portal. Está igualita a la que dejó cuando él se fue, como si los años nunca pasaran por ella y eso que, cuando se marchó, ella le duplicaba sus veinte.
Camina hacia la mujer que, con los brazos abiertos y una pícara sonrisa, lo atrapa sin reparos contra su cuerpo.
-Eslinda, cará... todavía sigues bella- atina a decir y los ojos le brillan.
-No como antes, pero ... ya vez que todavía mantengo algo- la mujer sin remilgos se lleva el pelo hacia atrás en involuntario gesto, como si quisiera exhibir lo que la ropa guarda.
Armando cierra los ojos y disfruta de nuevo de la esbeltez de aquel cuerpo, el desafío de unos senos medianos y la tersedad de una piel que se contrae al roce de los dedos, principalmente si la búsqueda se entretiene en la porción de las caderas.
-Dale mi macho, dale..sigue..sigue... –las palabras le retumban en los oídos, envolviéndolo en un éxtasis interminable. Se ve jinete sobre la soledad del cuarto, testigo silencioso por la ventana entreabierta del desfallecer del sol en la lejanía del mar, esa inmensidad azul que siempre le atrajo desde niño.
-No pares... no pares...sigue, sigue coño..-
Las palabras llenan los oídos y se resbalan. Se miran con ojos de la costumbre. Es la rutina del sexo lo que los une. Ella piensa en los verdes que pagan su osadía. Él, vivir un recuerdo.
Armando se siente mástil de la aurora. Ella vórtice y ama de las posiciones. Se cobijan en el desespero.
-Vírate...vamos vírate rápido que estoy llegando ya...
Eslinda es maestra de los años ya vividos ante el explotar metafórico de quien huye de los sueños. Quedan aletargados como figuras fantasmóricas en el ocaso.
La mujer mira al joven inerte en la cama y sabe que la victoria le sonríe. En los últimos diez años ha sabido sobrevivir con el grito de su entrepiernas, ganándole a los hombres el sustento de los días. Siempre hubo una primera vez.
-Tengo que dejarte, Armando... yo no puedo seguir así... sabes que tengo que mantener a mis muchachos. Un hilo plateado rueda por la mejilla de la mujer. Sabe que Armando ni estudia ni trabaja. Ernesto es más práctico y puede darle lo necesario. ¿Por qué entonces fijarse en los años que le lleva?. Esa es la vida. Siempre ha existido un Dios de las casas, los árboles y lo impredecible.
Armando la ve alejarse y un nudo se le incrusta en la garganta. ¿Cómo retener esa hembra? ¿Cómo? . Ni una idea le viene a la mente. Enciende un cigarro y se asoma a la ventana. La brisa húmeda sube del mar y le abofetea el rostro. Armando se queda en blanco, solo en sus pupilas se dibujan las verdes aguas que tanto le atraen.
-Así es el mundo, acá no querías trabajar...- es la voz del padre con sus regaños de siempre. Claro si tenías el plato de comida en la mesa. Pero ahora si tienes que trabajar para poder ostentar esos colgajos y mantener mujerzuelas. Yo me pasé la vida trabajando en el central, carijo, para que ustedes tuvieran lo mínimo.
-Sí, pero no teníamos nada- se mofa Armando, y sopesa bien las palabras antes de lanzarlas. Sin embargo con lo que les he enviado, mira la casa, no se parece a la de antes.
-Eso mismito digo yo, ya no se parece a la de antes, pero tampoco es mejor... ni nos ha cambiado a nosotros –responde Joaquín mientras la vista busca los ojos del muchacho-. También sabrás que todo ese dinero no ha servido para curar a tu madre.
-Bueno, -riposta Armando - si ustedes se hubiesen ido conmigo ... tal vez allá encontraría la cura.
-Dos viejos en altamar, sin rumbo y a lo que salga... eso no era lógico para nuestra edad.; ni pensarlo siquiera. Y además, sabes que yo aquí muero. Muy bien que tú acá podías haber trabajado o estudiado y contribuir a mitigar su enfermedad ...
Armando desvía la vista hacia el patio de la casa. Por entre los árboles vislumbra la chimenea del central, desnuda, solitaria y muda, cual vejestorio en el olvido.

Todo da vueltas en su cabeza. La inmensidad azul que siempre lo atrajo le resulta ahora más inmensa que nunca. Ya no siente el cuerpo siquiera, lleva horas en que dejó de sentir, primero las piernas, luego los brazos; solo las ideas comienzan a agolparse en su mente, como instantáneas. Padre, madre, tías, hermanas, amigos y vecinos se desdibujan de su pensamiento aunque trata de asirse a ellos con la poca fuerza que le queda. Inerte, se deja arrastrar por la quietud y las olas. Una aleta sobresale del agua, dándole vueltas desde hace algún rato.

-¿Cómo será el recibimiento?- se dice mentalmente y las imágenes saltan como ángeles en el techo.

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