lunes, 11 de agosto de 2008

CAMINO DE DIOSES

Autor: Rodrigo Motas Tamayo

-Usted está en dos mundos, muchacho- el negro viejo da vueltas a su alrededor. El sonido de la garganta es un resoplar de animales ancestrales. Ininteligible. Los ojos cerrados, sudoroso de cuerpo, mueve desordenadamente los brazos y sacude el manojo de albahaca una y otra vez sobre el rostro del joven.
Nadie en el recinto emite palabra alguna. Todos los ojos están fijos en el ritual. El muchacho, de pie, se mantiene mudo y la palidez le cubre el rostro. Un retumbar de sonidos ancestrales salen de su pecho como ritual de hombres primitivos.
El santero encorva el cuerpo hasta casi rozar el piso con las manos y se levanta rápido, llevando los brazos por encima de la cabeza, con el pie derecho zapatea el suelo.
-Los santos dicen que vives dos vidas- la voz sale ronca y destemplada. El manojo de albahaca se deshoja con cada sacudida.- iacará.... -un estremecimiento del cuerpo y el viejo se desploma cuan largo es; mientras, la música de los tambores mantiene atrapados a los presentes.
El silencio se incrusta por las cuatro paredes y se aloja en los rostros, la sala parece estar desierta y la luz mortecina de la farola dibuja espectros saltarines en el cuarto, cuyas figuras danzan febrilmente en las sombras.
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El cielo se abre estrellado, Armando pierde la vista en lo infinito de la noche, bocarriba, acostado en la placa de su casa. Allá en lo alto, un camino de pequeñas luces tiene la invitación impresa en el parpadear de los astros. Se siente extraño de improviso. Poco a poco los ojos se van cerrando, una sensación de la nada se apodera del cuerpo, hundiéndose en un abismo. Hace un esfuerzo y lleva los párpados hacia arriba. El paisaje se presenta delante, inmenso y sugestivo. Se ve de pie sobre una ondulación. El retumbar de los tambores se escucha distante, traído por la brisa. A su alrededor la sabana refulge con su amarillo oro movido por el viento.
La larga vara en la mano le da la seguridad de que toda aquella extensión de tierra, animales y árboles es suya. Sabe que los ancestros así lo han escrito por decisión de aquellos que vinieron de arriba. El verde oscuro de la floresta, allá en el horizonte, se diluye con la majestuosidad de las puntas de las pirámides y las gigantescas figuras de piedras.
Una mano invisible le mueve el pelo. Los tambores han dejado de sonar y un silencio tétrico viaja por la pradera. Olfatea el aire con fuerza. Olores conocidos y temidos llenan sus fosas nasales. Presiente el peligro. No siente miedo, pero el cuerpo palpita por la excitación del encuentro. Ha sido determinación suya ir solo al llamado del más allá, aun cuando los guerreros de la tribu suplicaron acompañarlo. No podían quedarse desamparados con la partida del hechicero. Vence la autoridad.
El olor a depredador se hace más intenso. Aguza el oído, ni un ruido siquiera. La hierba alta esconde todo, mientras baila suavemente al compás del viento. Sabe que el enfrentamiento es inevitable. Así está en la escritura de los Dioses. El destino siempre será inevitable para quienes viven dos veces.
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Rezongando, el hombre viejo se levanta del suelo:
-El peligro siempre acecha, muchacho...- y con voz ronca sentencia- es parte de tu miedo. Lo mira a los ojos firmemente. El joven ve en sus pupilas la inmensidad de una pradera desconocida; comienza a sudar mientras el cuerpo tiembla como hoja suelta de árbol. Vira los ojos, emite un profundo suspiro y se desploma sin sentido. Resuena los tambores con mayor fuerza.
-Paz y libertad para esta criatura- grita el negro dando vueltas alrededor del cuerpo caído.- Déjale la vida.
-Y ahora qué pasa?- exclama desde el rincón la madre, sin atreverse a traspasar el ritual del negro.
-Levántate, levántate- ordena el santero y sus labios se abren para dejar escapar palabras incomprensibles, mientras sus manos agitan desesperadamente una jícara llena de huesos de animales sagrados. La voz retumba atronadora dentro de la habitación, repicando entre las paredes.
-Levántate, te ordeno que te levantes. Los tambores se callan de golpe. El negro agita los brazos por sobre la cabeza y se queda erguido, con los ojos semicerrados.
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Pudo verlo por fracciones de segundos. Sale cual bólido de entre las hierbas, majestuoso y potente. Justo a tiempo, se aparta de la trayectoria del animal, que errado el blanco cae varios metros más allá. Ahora están de frente. El León lanza un potente rugido y arremete de nuevo. Su vista está fija en la víctima.
Para el zarpazo con la vara pero no puede esquivar la melenuda cabeza del animal. Siente los fuertes colmillos incrustarse en el hombro. El peso de la fiera lo tumba de espaldas.
Con ambas manos se aferra a la cabeza del León y aprieta con todas sus fuerzas. El abrazo se hace mortal para los dos. El hombre sabe que la vida se esconde en esos brazos, convertidos en tenazas. Innumerables veces lo comprobó en otros encuentros con la fiera. Solo que ahora, sabe también que llevan el cansancio de los años.
Los minutos pasan raudos y ambos luchan por la vida. La tenaza alrededor del cuello del león comienza a ceder. El hombre pierde mucha sangre por las heridas en el hombro, cada esfuerzo que hace se convierte en un hilo rojo que rueda cuerpo abajo, hasta encharcarse en la tierra.
Las mandíbulas del animal siguen aferradas al hueso y la carne. Siente el aliento del león envolverle los sentidos, el recuerdo de la sabana se dibuja difuso en sus ojos, desvaneciéndose. Se ve transportado entre cuatro pilares, fuertemente sujetado, y ascender por una gigantesca escalera al final de la cual, hombres de colorines y plumas elevan sus brazos a los Dioses.
El retumbar de los tambores se riega con su llamada de muerte. Siente que lo depositan sobre una rojiza meseta, desde donde ve pasar las nubes con una rapidez tremenda. Cegadora. Entre el cielo y su pecho se alza un cuchillo de piedra que comienza a caer vertiginosamente.
Una luz, pequeña e indefensa, se pierde en aquella inmensidad de espacio y tiempo, diluyéndose con el horizonte.
Aún puede escuchar, muy de lejos, el rugido triunfante del León.
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Levántate, levántate- retumba la voz en sus oídos. El muchacho siente el agridulce sabor de la carne cruda en la boca. Saborea con satisfación lo para él desconocido y abre los ojos, delante ve una inmensa y reluciente sabana de la que se siente dueño y señor. Por doquier resplandecen al sol figuras y piedras gigantescas, apuntando hacia la inmensidad del cielo.

El hechicero se encorva hasta tocar la tierra con el rostro. Hombres semidesnudos bailan frenéticos alrededor del fuego, impulsados por el ritmo de tambores que suenan a cataratas.
-Ay, mi hijito ...- grita con desespero la madre, arrodillada al lado del cuerpo inerte. - Vuelve, hijito, vuelve ... por Dios.
Un relámpago zizaguea por las nubes y el trueno resuena potente en la pradera. Un gigantesco pino cae al suelo envuelto en humo y llamas, fulminado por el corrientazo. Lenguas rojizas se asoman voraces por entre el verdeoscuro de los árboles. Los animales corren despavoridos, chocan unos con otros. Primero un murmullo, luego con su característico bramar de cueros, los tambores se escuchan desde todas partes en la sabana.
Armando toma la larga vara y se levanta, junto a él un león da cortos pasos de sumisión. El pecho se agita y crece. En la lejanía, donde las cosas se ven difusas por la distancia, brilla el pico de una pirámide entre los soberbios rascacielos. Hombre y León-León y hombre enrumban sus pasos hacia el horizonte, por el camino de los Dioses.

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